Transportarse a otros tiempos y a otras épocas. Es uno de los efectos mágicos que encuentro en muchas cosas. No es que odie el aquí y ahora, será que tal vez que aquí y ahora no hay nada para mí. Sé disfrutar de la vida, del momento, del presente. Pero si tengo esa posibilidad de viajar a otros sitios, a otros tiempos, aunque sea en mi mente, no dejo pasar la oportunidad. Así que en esta ocasión decidí aventurarme al circo. Pero no fui al Thiany, o al Cirque Du Soleil ni a ninguno de esos espectáculos modernos llenos de efectos especiales e ilusiones digitalizadas. Nada de eso, fui al circo quizá de mayor tradición en el país: el Atayde Hnos. Un circo es toda una tradición, es la cuna de todo espectáculo. ¿Quién no tiene la imagen del típico maestro de ceremonias, con el traje rojo, el sombrero de copa y el bastón en la mano? Y lote lleno de tráilers con los camerinos y los animales. El señor que vende palomitas, refrescos y algodones de azúcar. Sin duda es el entretenimiento más anacrónico que existe. Y todos esas imágenes tienen la facilidad de evocar en los niños una sonrisa sin importar el estrato social. Los niños güeritos y bien v estidos de los palcos, los niños limpios de preferente, y aquellos niños un poco sucios y despeinados en las gradas, todos sonreían igual y disfrutaban de la misma forma del espectáculo ofrecido por esas 20 personas que hacían de todo en la pista de 6 metros de díametro, dentro de esa pequeña carpa a medio llenar con menos de 100 gentes.
Los payasos se gastaban los chistes más típicos, las maromas y las rutinas menos sorpendentes, pero aún así te arrancaban una de las risas más simples que tuvieras. El mago era lo suficientemente simpático para dejarte satisfecho más con su carisma que con su prestidigitación. Y los malabaristas hacían demostración de su pericia adquirida en gimnasios; pericia suficiente para entretener a la gente, pero no la necesaria para competencias deportivas. No podían faltar los entrenadores con sus animales, ellos siempre son de los más esperados, pues los camellos, llamas, ponys y elefantes son especialistas en sorprender a los pequeños con sus vueltas, piruetas, al sentarse y saludar.
Lo que me sorprendió fue la mirada de terror de algunos cuantos pequeñuelos, entre ellos mi sobrino, que ponían al ver al tipo gordo al centro de la pista agitar la vara y el látigo para hacer que los animales hicieran lo que tuvieran que hacer. Me conmovió un poco cuando mi sobrino me preguntó "¿por qué les pega?" con ese gesto de preocupación que se notaba en varias caras del público.
Pero para mí, el momento que más me golpeó en la cara, fue cuando un señor de unos 60 y algo años de edad, estatura media, medio calvo y con bigote, salió al escenario con unos caballos amaestrados. No, no fueron los caballos, no hicieron nada sorprendente, sólo corrían en círculos y hacían una que otra gracia sin gracia. Lo que me llamó la atención fue ese señor. Era uno de los hermanos Atayde, acabado por los años y aun así parado en medio de la pista, continuando con el espectáculo. Me deslumbraba con su elegante traje de maestro de ceremonias y con su amplia sonrisa, pero era esa sonrisa la que me hizo entristecerme un poco. La sonrisa de ese señor era de aquellas que dejaban ver tantas cosas. Era una sonrisa de espectáculo sin duda, pero aún así se dejaba ver algo más.
Al intentar adivinar qué era lo que estaba pensando fue cuando me entristecí. Por un momento vi la escena con ojos de nostalgia: Ese señor que había dedicado su vida entera a crear la magia del circo se encontraba ahora en la última etapa de su vida, a lo largo de la cuál había visto cambiar los tiempos, presenció cómo poco a poco la vida del circo se acababa, víctima de la televisión, el cine y los videojuegos. Los años de las ferias, los circos, el trompo y la matatena daban paso a pokemon, nintendo, reality shows y otras tantas formas de entretenimiento de los tiempos modernos. Y ese señor sigue ahí, a pesar de los años, él sigue dando su espectáculo y mostrando una amplia sonrisa ante una carpa a medio llenar viendo como el trabajo de su vida pierde vigencia y popularidad.
No sé qué pensar, tan sólo fue un momento de esos que me hizo reflexionar y me conmovió el alma. Esa imagen de decadencia, de desvanecimento. Imagine cómo sería mi vejéz, vivir mi auje y mi caída. El cómo poco a poco todo lo que he logrado se esfuma y pierde vigencia. Y aún así seguir adelante, trabajando por lo que creo y haciendo lo que siempre he sabido hacer. Ya no sé. Pero el Circo sigue teniendo su mágica y da tristeza cómo se va perdiendo la tradición, la capacidad de asombro y el disfrute por las cosas sencillas. La vida es un circo y el espectáculo lo damos nosotros.

[n o r b]




