
Buscamos la puerta sin encontrarla. Caminando al rededor logramos escabullirnos por un pequeño hoyuelo en el muro. Ayudándote y aventándome logramos entrar y de pronto nos vimos sumergidos en un gran patio central.
Ahí dentro lo primero que notamos fue el verdor inexplicable del lugar. Los años de abandono tan sólo habían favorecido a que la Madre Naturaleza se adueñara de todo, los muros, las columnas y hasta la loza rojiza del suelo apenas se asomaba debajo de una suave cama de hierba y pasto. Las enredaderas abrazaban las paredes como amantes. Las bugambilias se erguían frondosas y llenas de flores al rededor de los muros y unos cuantos rosales con sus rosas enormes despedían el aroma más tierno y dulce que pudiese conocer el sentido del olfato.
En el centro del jardín nos sorprendía una gran fuente que apesar del tiempo y del musgo aferrado, seguía llena y brotando como manantial un chorrito de agua cristalina que no alcanzaba a hacer sonido alguno.
La luz dorada del atardecer apenas se colaba entre las enormes vigas de madera vieja colocadas como techo. Una luz débil como con miedo a entrar alcanzaba a iluminar escazamente todo el jardín, pero era suficiente para poder observar con detalle toda la hermosura del lugar. Ese lugar, el jardín de la hacienda, que bien nos susurraba como diciendo que en ella se guardarían todos nuestros secretos. Que en ella permanecerían intactos en esa luz dorada, en esa esquina del edén, resguardadas en la eternidad.
Entonces un haz de luz se coló hacia ti, iluminándote como el sol a la luna. Estabas resplandeciente en tu vestido blanco de verano. Bella como una princesa con la luz reflejándose en tu rostro. Daban un brillo especial a tus ojos, a tus labios rosas y esas manchitas de tu cara. Sonreías dulcemente de mejilla a mejilla, rosadas como siempre con una mirada pícara y tierna. Después buscamos escondernos hacia donde la luz permitiera únicamente distinguirnos el uno al otro. Hacia un corredor del otro lado de las columnas que corrían por un costado del jardín. Y ahí a la orilla del pasto suave como terciopelo, nos dejamos caer recostados lado a lado.
Y así... ahí... decidimos regalarnos un secreto mutuo. Uno que quedaría guardado para siempre en esa Hacienda y en nuestros corazones. Fue ahí, en nuestro rincón del edén, en nuestra fracción de la eternidad, que colocamos por completo los sentimientos y las pasiones, los deseos y travesuras que no existirían nunca sino en nosotros. Perpetuando por siempre lo que sólo dos saben regalarse. Llenando nuestros sentidos, secreteando en nuestras almas.
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-Norb-